Jacques Anquetil, el campeón preciso, no ganaba las carreras: las resolvía. Interpretaba las vueltas como si fueran un problema matemático y sopesaba todas las variables. Preveía cuántos minutos ganaría en las contrarrelojes y así calculaba los minutos que podía perder en las montañas. Fue el primer ciclista en conquistar cinco Tours de Francia. Pero ganaba con tanta exactitud y tan aparente facilidad que muchos aficionados franceses le silbaban y abucheaban desde la cuneta. Le silbaban por sus victorias tan medidas, sin derroches, sin escapadas grandiosas ni arrebatos de pasión. Y le silbaban, sobre todo, porque siempre ganaba a Raymond Poulidor.

Poulidor, hijo de campesinos pobres (para los que no lo sepan abuelo de Mathieu van der Poel), era el favorito del pueblo francés. Porque en el Tour siempre estaba a punto de ganarlo todo y nunca ganaba nada. Porque era todo entrega, se moría sobre la bicicleta para perseguir una victoria gloriosa, pero la desgracia le enviaba siempre un pinchazo, una caída o incluso un motorista que lo arrollaba.  Entre 1962 y 1976, subió al podio de París ocho veces –tres segundos puestos y cinco terceros– pero no vistió el maillot amarillo ni una sola jornada.

El primer Tour

La verdadera grandeza en las cordilleras de Anquetil no se medía en aquellas etapas triunfales, sino en la manera de solventar jornadas desastrosas. Le mâitre, como era conocido, soportó calvarios de los que nadie podía resucitar. Y por eso, fue uno de los más grandes. En aquel primer Tour de 1957, el joven Anquetil dominaba la carrera con tres victorias parciales y un colchón de diez minutos sobre sus adversarios, pero a falta de cuatro días para llegar a París sufrió una crisis aguda en la subida al Aubisque.

Anquetil, en plena ascensión al Tourmalet, el 16 de julio de 1957, durante su primer Tour / AFP

El galo se quedó clavado en una curva y empezó a hacer eses. Se sentía vacío, las piernas no le respondían, y poco a poco fue perdiendo de vista al grupo principal. Por las radios corría el rumor de que Jacques se bajaba de la bicicleta, pero el normando se repuso, se cuadró en el manillar y empezó a girar las bielas con una cadencia regular. La táctica funcionó, pero en la cima del Aubisque perdía tres minutos. Anquetil decidió lanzarse a tumba abierta en la bajada para salvar el maillot amarillo. En un recital de vuelo aerodinámico, frenazos en el último instante, trazadas de vértigo y arrancadas rabiosas, recortó casi toda su desventaja. En el llano final exprimió su potencia de rodador en solitario y llegó a la meta de Pau con poco retraso sobre el grupo cabecero. A pesar de haber sufrido un calvario, en aquella edición, consiguió alzar los brazos por primera vez en los Campos Elíseos.

La historia se repite

La otra resurrección de Anquetil ocurrió en el Tour de 1964, cuando peleaba por su quinta Grande Boucle. Jacques había calculado que le daba tiempo a ganar su segundo Giro y a conquistar su quinto maillot jaune, aunque llegara con las fuerzas mermadas de su esfuerzo en territorio italiano.

El Tour del 64 llegó al día de descanso con Anquetil en segunda posición a 1 minuto y 11 segundos del líder Groussard. En la jornada de receso, los diarios publicaron varias fotos del normando devorando un pedazo de carne y bebiendo de un porrón de sangría. “En lugar de entrenarse, dedicó el día de descanso a comer cordero. Nos tomaba el pelo”, declaró Henri Anglade, uno de sus principales rivales. “Así que hablamos con los líderes de otros equipos y le preparamos una emboscada”.

En los primeros kilómetros de etapa, tal y como estaba pactado, atacaron en el comienzo del col d’Envalira, un puerto de casi treinta kilómetros de subida hasta los 2.407 metros –el puerto de montaña con carretera más alto de los Pirineos–. Los primeros en hacerlo fueron los escaladores españoles Bahamontes, Julio Jiménez y Manzaneque, seguidos por Groussard, Anglade, Poulidor, Janssen y Adorni, todos los enemigos de Anquetil, que se quedó clavado, como siete años antes en el Aubisque.

Ascensión al col d’Envalira en el Tour de Francia de 1964 / AFP

Nada más coronar el puerto y con varios minutos perdidos, su director de equipo, Germiniani, se acercó al mâitre para convencerle de que jugara todas sus cartas en el descenso, como en el Aubisque en 1957. En aquella ocasión la bajada de Envalira estaba envuelta en una niebla muy espesa, en la que era imposible distinguir una figura a diez metros. Una versión de la historia dice que Germiniani rellenó un bidón con el champán que llevaban para las celebraciones y se lo tendió al siempre exquisito Anquetil: “Jacques, con esto o te matas o ganas el Tour”.

Si alguna vez tuvo sentido la expresión ‘bajar a tumba abierta’, fue en aquel descenso temerario. Su director, angustiado, acercaba el coche a las cunetas de las curvas peligrosas para intentar ver a través de la niebla si Anquetil se había despeñado en alguna de ellas. Anglade, que marchaba en el grupo cabecero, recordaba bien la historia: “De repente, por el exterior de la curva, casi al borde de un terraplén, una figura pasó como un misil. Intenté seguirle, pero no volví a verlo hasta que terminó la bajada y nos reagrupamos. Entonces lo vi: era Anquetil. No me lo podía creer. Nunca olvidaré aquella aparición”. El normando resucitó entre las nieblas, pero no solo eso. La balanza se había inclinado una vez más de su lado y, por tanto, en contra de Poulidor: al final de la etapa, en plena batalla, el eterno segundón sufrió dos pinchazos. En la segunda ocasión, su director, para que retomara la marcha, le empujó con tanta fuerza para darle impulso que acabó tirándolo por la cuneta. Entre unos accidentes y otros, Poulidor perdió unos segundos que resultaron cruciales al final del Tour.

La batalla con Poulidor

Ambos llegaron a la contrarreloj de Bayona como los grandes aspirantes al triunfo final. Allí Monsieur Crono esperaba sentenciar la carrera, pero Poulidor demostró que se encontraba en un estado de forma excepcional y consiguió minimizar las pérdidas. El normando solo contaba con 56 segundos de ventaja sobre Pou Pou –apodo con el que era conocido Raymond–, una renta ínfima de cara al duelo definitivo: la ascensión al volcán del Puy de Dôme en el Macizo Central.

Anquetil (izquierda) y Poulidor (derecha) en la ascensión al Puy de Dôme en el Tour de Francia 1964 / AFP


Francia entera, dividida en dos bandos –los poulidoristas, mayoría; y los anquetilistas, minoría– esperaba en vilo aquel duelo homérico. En un pulso de puro orgullo, el héroe y el antihéroe pedalearon codo con codo durante varios kilómetros, tan pegados que los hombros chocaron varias veces, disimulando los jadeos y apretando el ritmo para hacer reventar al rival. A falta de 900 metros, Poulidor, excitado por los ánimos del público, arrancó como un poseso y voló hacia la cumbre. Anquetil, frío como siempre, aplicó el cálculo entre su capacidad de agonía y la ventaja que podía administrar. Le salió bien. Solo 42 segundos desde que Poulidor hubiese cruzado la línea de meta, lo hizo Anquetil. Ya tenía su quinto Tour en el bolsillo.

El último día, en una crono de 27 kilómetros entre Versalles y París, Poulidor salió con la furia del héroe herido, con la esperanza de que las piernas de Anquetil flojearan. Pero el normando estaba en su terreno y aumentó en 41 segundos su ventaja final. En el velódromo del Parque de los Príncipes, el público envolvió en una ovación de varios minutos al desdichado Poulidor. Pero Germiniani rindió justicia a la grandeza de su corredor: “Nunca he visto un ciclista con tanto coraje y tan sufridor. Pero estas cualidades pasan desapercibidas, ocultas bajo su estilo perfecto”.

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